jueves, 4 de abril de 2013


EL DISCURSO DEL REY
La historia de George VI, rey de Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, y su heroica lucha contra un defecto del habla, nos brinda un buen argumento para conservar la monarquía británica. Si cada 50 años la familia real inspirara un guión como este, diría que bien vale la pena mantenerla en el trono.
El segundo hijo del rey de Inglaterra, Colin Firth, tiene un problema: tartamudea. Y el imperioso rey, Michael Gambon, no ayuda mucho cuando le grita cosas como "¡Acaba de soltarlo, hijo!" Tras mucha vacilación, el príncipe visita la consulta de un terapeuta del habla, Lionel Logue, Geoffrey Rush, y por poco sale corriendo, porque Logue es tan psicoterapeuta como foniatra. Logue insiste en llamar al príncipe por el apodo que utiliza su familia y lo empuja a descubrir el trauma infantil que es la raíz de su problema del habla.
La lucha entre los dos proporciona la diversión de The Kings Speech. Logue permanece imperturbable ante los aires de superioridad de su paciente, y la exasperación cada vez mayor del príncipe da paso, con reticencias, a la admiración. Los dos se acechan por toda la consulta de Logue, como boxeadores que buscan una brecha. Asestan golpes verbales e interponen bloqueos emocionales en su lucha por la supremacía. Firth, cuya cara de niño ha adquirido atractivas arrugas camino a la madurez, irradia autoridad y vulnerabilidad, mientras que Rush, cuyo rostro parece más bien un mapa topográfico, con lomas y grietas, emite un aura de calma suprema y paciencia inagotable.
Lentamente, a medida que Logue hurga en el doloroso pasado del príncipe, The Kings Speech asume un tono menos combativo y da un viraje hacia lo trágico, una delicada transición que el director Tom Hopper y el guionista David Sedle manejan de maravilla. A medida que la justa verbal se calma y el príncipe confiesa sus más hondos secretos, se hace patente la genialidad de la actuación de Firth. Angustiado, avergonzado, resentido, el príncipe le confía su historia al atónito Logue. Pero a nosotros, como audiencia, no nos sorprende su triste relato. Es como si hubiéramos percibido, si no los detalles, los grandes rasgos de lo que le sucedió, porque lo hemos vislumbrado en su mirada, en su porte, desde el primer momento que lo conocimos. Firth no sólo interpreta al príncipe de edad madura, sino que habita la vida entera del hombre y nos la transmite, como por encanto subliminal. Su interpretación es inmejorable. Pero Rush se las arregla para mantenerse a la altura de su coprotagonista, proyectando autoridad y confianza en sí mismo, aun cuando, tarde en la trama, resulta no ser todo lo que su famoso cliente pensaba.
La película también tiene magníficos actores secundarios. En el papel de la esposa del príncipe, Helena Bonham Carter proyecta una fantástica mezcla de estoica realeza y amante esposa. Gambon enfurece al espectador en el papel del viejo rey, y Guy Pearce nos da escalofríos en el papel de Edward VIII, el rey que abdicó para casarse con la dos veces divorciada "mujer que amo", obligando así a su horrorizado hermano menor a ocupar el trono.
Como sugiere el título, el clímax de la película gira alrededor de un discurso; unos cientos de palabras que el nuevo rey tiene que leer al ascender al trono. La historia cuenta que la dicción que el rey logró con tanto esfuerzo inspiró a sus compatriotas no sólo ese día, sino durante todos los difíciles años de la Segunda Guerra Mundial. En una época en que el mundo parece insistir en que sus príncipes y princesas no sean más que figuras frívolas y acicaladas, The Kings Speech nos recuerda un tiempo, no muy lejano, en que la sustancia contaba para algo, y la admiración, aun entre los privilegiados, había que ganársela.

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