EL
DISCURSO DEL REY
La
historia de George VI, rey de Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, y
su heroica lucha contra un defecto del habla, nos brinda un buen argumento para
conservar la monarquía británica. Si cada 50 años la familia real inspirara un
guión como este, diría que bien vale la pena mantenerla en el trono.
El
segundo hijo del rey de Inglaterra, Colin Firth, tiene un problema: tartamudea. Y el imperioso
rey, Michael Gambon, no
ayuda mucho cuando le grita cosas como "¡Acaba de soltarlo, hijo!"
Tras mucha vacilación, el príncipe visita la consulta de un terapeuta del
habla, Lionel Logue, Geoffrey Rush,
y por poco sale corriendo, porque Logue es tan psicoterapeuta como foniatra.
Logue insiste en llamar al príncipe por el apodo que utiliza su familia y lo
empuja a descubrir el trauma infantil que es la raíz de su problema del habla.
La
lucha entre los dos proporciona la diversión de The Kings Speech.
Logue permanece imperturbable ante los aires de superioridad de su paciente, y
la exasperación cada vez mayor del príncipe da paso, con reticencias, a la
admiración. Los dos se acechan por toda la consulta de Logue, como boxeadores
que buscan una brecha. Asestan golpes verbales e interponen bloqueos
emocionales en su lucha por la supremacía. Firth, cuya cara de niño ha
adquirido atractivas arrugas camino a la madurez, irradia autoridad y
vulnerabilidad, mientras que Rush, cuyo rostro parece más bien un mapa
topográfico, con lomas y grietas, emite un aura de calma suprema y paciencia
inagotable.
Lentamente,
a medida que Logue hurga en el doloroso pasado del príncipe, The Kings
Speech asume un tono menos combativo y da un viraje hacia lo trágico,
una delicada transición que el director Tom Hopper y el guionista David Sedle
manejan de maravilla. A medida que la justa verbal se calma y el príncipe
confiesa sus más hondos secretos, se hace patente la genialidad de la actuación
de Firth. Angustiado, avergonzado, resentido, el príncipe le confía su historia
al atónito Logue. Pero a nosotros, como audiencia, no nos sorprende su triste
relato. Es como si hubiéramos percibido, si no los detalles, los grandes rasgos
de lo que le sucedió, porque lo hemos vislumbrado en su mirada, en su porte,
desde el primer momento que lo conocimos. Firth no sólo interpreta al príncipe
de edad madura, sino que habita la vida entera del hombre y nos la transmite,
como por encanto subliminal. Su interpretación es inmejorable. Pero Rush se las
arregla para mantenerse a la altura de su coprotagonista, proyectando autoridad
y confianza en sí mismo, aun cuando, tarde en la trama, resulta no ser todo lo
que su famoso cliente pensaba.
La
película también tiene magníficos actores secundarios. En el papel de la esposa
del príncipe, Helena Bonham Carter proyecta
una fantástica mezcla de estoica realeza y amante esposa. Gambon enfurece al
espectador en el papel del viejo rey, y Guy Pearce nos da escalofríos en el papel de Edward VIII, el
rey que abdicó para casarse con la dos veces divorciada "mujer que
amo", obligando así a su horrorizado hermano menor a ocupar el trono.
Como
sugiere el título, el clímax de la película gira alrededor de un discurso; unos
cientos de palabras que el nuevo rey tiene que leer al ascender al trono. La
historia cuenta que la dicción que el rey logró con tanto esfuerzo inspiró a
sus compatriotas no sólo ese día, sino durante todos los difíciles años de la
Segunda Guerra Mundial. En una época en que el mundo parece insistir en que sus
príncipes y princesas no sean más que figuras frívolas y acicaladas, The
Kings Speech nos recuerda un tiempo, no muy lejano, en que la
sustancia contaba para algo, y la admiración, aun entre los privilegiados,
había que ganársela.
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